Mejor que yo

 



No contaba más que con siete meses. Tenías manos juntas como rogándole al cielo por techo. Unos ojitos negros brillaban dentro de la casa sin luz mientras las cobijas de la tía Pochita lo envolvían tiernamente. Duraron pocos años siendo hermanos. En la víspera de una navidad sin nombre se convirtieron en amigos, y en el ocaso de la vida, otra vez, Ángelo Miguel y José Pedro fueron uno con el viento.

Un sábado a la tardecita prendieron las motos y se fueron a Otavalo. Las estrellas reflejadas en el Lago les dieron la bienvenida a una tierra tan hermosa como mágica. Se hospedaron a la orilla del muelle. Y las guitarras de las carpas cercanas les hicieron llorar.

Al día siguiente tomaron su vasija de barro y emprendieron la subida al Lechero. Después de un sinuoso viaje, las cenizas estaban a salvo. Ángelo Miguel era un tipo triste con vocación de sensato, y casi siempre evitaba sonreír para no mostrarse débil; era todo a lo que el orgullo puede aspirar; músico, gimnasta, el mejor estudiante de la familia y, encima de todo, futbolista. José Pedro no, nada, aunque tenía un don; jamás perdió una pelea. En alguna ocasión intentó rendirse cuando lo acorralaron tres hijos de “La Mamá Lucha”, pero al notar que su hermano menor lloraba del miedo, comprendió que alzarse con la victoria sería por siempre la única manera de proteger a quien se ama con todo el corazón.

Ambos caminaban calladitos hasta que un perro apareció de golpe y Ángelo Miguel se sobresaltó al límite de la chanza. José Pedro le dio un golpe en la nuca al mismo tiempo de reír amargamente. Luego de un tramo largo, una sombra cruzó por detrás y Ángelo Miguel salió de cuadro. José Pedro regresó con violencia la mirada, estaba solo, y tan preocupado como los años en que eran niños y su hermano iba a la tienda a comprar Doritos a cambio de una comisión innegociable de 0,5ctvcs. Pero apareció de inmediato a su costado, por suerte, porque estaba a punto de gritarle al bosque el nombre del Ángel más valiente de todos los que habitan en la bóveda celeste junto al Creador.

Sortearon riachuelos cristalinos cuando Peguche se mostró linda; espléndida y majestuosa a los pies del Imbabura. Otearon las cordilleras que engalanaban, igual que alfiles plateados, los costados del Cotacachi. Suspiraron al unísono.

José Pedro ayudó a despojar del morral de cuero la vasija. Ángelo Miguel retiró la tapa con la esperanza de que el viento acune en sus brazos inmortales, cual luna de seda a los marineros tristes, los últimos redaños que le quedaban.

Levantaron la mirada a un cielo bañado de nubes blancas, y entonces Ángelo Miguel dijo: “Ya no tendrás que cuidarme”. José Pedro lo escuchó en el silencio; sabía que era inútil hablar, aunque de todas formas contestó: “Yo te cuidaba porque eras mejor que yo; con vos, nada fue inútil ñaño. Aunque vos eras el Ángel Miguel, creo que Dios me puso para que te proteja”. Ángelo Miguel tomó aire y continuó, extrañamente, con una sonrisa gentil. “Cada vez que el miedo me quiera vencer no voy a llorar, lo juro. Me voy a acordar de mi hermano mayor y nunca me rendiré. Tu fuerza Josecito, me cobijará si el viento me besa las mejillas susurrándome que ya no me llevarás de la mano por el parque del Ejido, y tu risa me guiará si tengo miedo en la oscuridad de mis memorias felices. Vuela libre ñañito, al valle de rosas que una noche soñamos cuando se iba la luz y no había velas. Y mírame con esperanza desde el cielo, como lo hacías a mis siete meses, pues yo me quedo acá, jugando a que soy vos, a esperar el día en que te vea de nuevo, y me enseñes a pelear y yo te enseñe a jugar fútbol".







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