Ultimátum
Inmediatamente después de salir del I.E.S.S., el audífono dejó de funcionar. Ana quiso reclamar, pero René la contuvo con un gesto de dolor, bien merecido a causa de las largas semanas de espera. La burocracia es el verdadero cáncer de la sociedad, dijo ella con las manos. No, la burocracia está bien, el problema es de Dios que me dejó sordo, contestó él, casi a los gritos. No fue Dios, papá, fue un accidente, como cualquier otro. Y René sonrío.
Se detuvieron a esperar el trolebús. Hacía mucho calor y las vendedoras ambulantes no dejaban de escupir. René tuvo la idea de comprar una “agüita”, pero se contuvo invadido por la vergüenza de solicitar ayuda. Los taxis pitaban tan fuerte, que el estruendo era unísono. Ana intentó sacarle la chaqueta negra de cuero, sin embargo, la tozudez de su padre no se lo permitió. Estaban a punto de cruzar en rojo, cuando una voz mermó milagrosamente la canícula de la cordillera.
-Amor, ven. Suban.
-Amor, qué linda sorpresa. ¿Cómo así por acá? ¿Y la oficina?
-García nos dejó salir temprano. Llegó un escritor nuevo y quería impresionarlo. Ya sabes que el viejo es un fantoche.
-Así es amor, pero bueno, te presento a mi papá.
-Buenas tardes caballero. André Santillán, mucho gusto.
-No te escucha amor. Por eso no te saludó, está molesto porque el audífono que le dieron en el IESS no funciona. No te enojes, ¿sí?
-Pero eso no le impide hablar, ¿o sí?
-Ash, amor no empieces…
-No empiezo, sólo que no me gusta la descortesía.
-Entiéndelo, está frustrado.
-Por vos, vidita. Por vos.
- ¿A dónde vamos? - preguntó René.
- ¿A dónde quieren ir?
-Qué no te escucha, amor.
-Ya, pero no grites.
-Es que ya te lo dije, y como bobito preguntas de nuevo.
-Boba tú. Y no me digas así.
-No seas grosero amor. Mira que estoy con mi papá.
-Me importa un pepino con quién diablos estés. No me trates mal, punto. Sabes qué, mejor bájate. ¡Bájate bájate!
Pasaron dos cuadras repletas de insultos telepáticos, hasta que, cerca de la iglesia del Perpetuo Socorro, René preguntó si podía fumar. Entonces André frenó y sacó una fosforera de plástico y le pidió un cigarrillo. René lo miró extrañado. Ana, infinitamente más calmada le explicó que aquel chofer no era un taxista, sino su novio. René abrió la puerta y les hizo una seña para que descendieran. Una vez fuera, se presentó como un hombre: firmemente afable.
Después de muchas sonrisas, el humo se disipaba en la brisa tibia de la sombra bajo un álamo, entonces René avisó que iba a comprar pan y leche, y ambos asintieron en silencio. Con lentitud, las palomas aleteaban, como ocurre por lo regular en las películas de acción antes de la masacre. Empezaron a conversar tranquilos, sin saber que cuando hay dolor, la paz dura menos que el orgullo.
- ¿Vas a seguir como tonto?
- ¿Y vos?
- Yo sólo quiero estar bien.
-Entonces no me jodas, y listo.
-Ah chuta, perdón por joderte. ¿Sabes qué?
- ¿Qué?
- Mejor nos vamos y así evito joderte, !ok!
René regresó con la esperanza de comunicarles algo, pero la experiencia en los asuntos de la expresión corporal, le sugería que mejor permaneciera distante. Sacó un pan y se sentó en una banca junto a ellos para darles de comer a las palomas.
-Entonces lárgate pues.
- ¿Ese es tu amor? Así, tratas a tu novia. ¿Qué dirían en esa editorial, llena de sapos y culebras, de un patán como vos?
-Anda a preguntarles y no me jodas. ¿Sabes qué?
- ¿Qué?
-Aquí te quedas con el viejo hijueputa de tu taita. Me largo.
-Imbécil. Eres un imbécil. A mí papá le respetas. Agradece que no escucha…
-Huy, qué miedo.
-Imbécil, si te vas a largar, hazlo de una vez. Terminamos.
-Ok, perfecto. Terminamos.
René tenía la sonrisa prendida de la más bella de las palomas cuando Ana lo tomó del brazo para levantarlo. André, intimidado con el peso irremediable del adiós, se disculpó con ella por el arranque de ira que había sufrido. Le echó la culpa de su mal humor a García, y consintió admitir que era un patán. Le pidió que no se fuera, que iba a solucionar todo. Ana le dijo que no. Insultar a la familia de quien se ama es una herida que nunca se termina de cerrar, porque es muy profunda y porque cada día se hace más grande con cualquier equivocación, por pequeña que sea. Quiso dejarla partir, pero la desesperación triunfa siempre en los corazones impulsivos, así que pronunció un último recurso, el de la manipulación.
- ¿Estás segura que te vas?
- Sí.
- ¿Y tú papá? ¿Le vas a llevar caminando al trole? Por acá no pasan los buses, verás.
- Qué preocupado… Tomamos un taxi. Tranquilo.
- No. No. Nada de tranquilo. Déjame que los acerque a la casa, por favor. Te prometo que cuando lleguemos me voy sin chistar. No insistiré, lo juro. Me conoces bien, y sabes que no ruego jamás.
-André, siempre me ruegas, qué pena.
André guardó silencio. Ana se apretó al brazo de René y juntos, casi al mismo tiempo, subieron al auto. El camino estaba lleno de estratagemas. El volumen del estéreo era insoportable. A causa del virus, las ventanas capturaban cada respiración dentro de una atmósfera de verdades necesarias.
Las montañas se hicieron más grandes que sol y el frío detuvo la dubitación de Ana que descendió sin decir palabra alguna. André intentó seguirla, pero la mano de René lo sujetó del hombro. André no se movió. «Ya voy mija», dijo René con serenidad mientras la puerta de calle se cerraba con violencia. Retiró la mano. Sin parpadear le habló al retrovisor. «No soy viejo, y tampoco hijo de tu madre. Vuelve a tratar mal a mi hija y te rompo la cara, enano desgraciado. Por lo visto, la razón de que García trabaje con idiotas como vos, con cobardes como vos, es que son iguales a él. Ya estás advertido. Vuelve donde tu jefecito y cuéntale, que Héctor René Rodríguez no está muerto».
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