Al borde del olvido




Me da terror el exceso de dulzura que las redes exigen. Parece que el mundo se ha encaminado hacia la moral perfecta con la que Hitler soñó un día. Equivocarse es un delito igual que el asesinato. El linchamiento mediático, que la justicia social provoca, compite con las pedradas a los leprosos. Hemos empezado el camino a la robotización. 
¿Y si nos cortan la luz nos podremos encontrar? ¿Y si nos arrebatan el internet, que nunca pedimos, escribiremos otra vez en papel? ¿Sabremos encender una vela y rezar antes de dormir? Y después de hacer el amor, ¿qué tomaremos con las manos? No es  necesario tomar fotos si los gemidos desgarran la oscuridad. 
En ningún punto de la historia fuimos tan susceptibles, tan frágiles y tan aburridos como ahora; ya nadie vive aventuras en galeones ni carabelas, ni en el África ni en Sudamérica. ¿Donde queda el Dorado?, la gente, simplemente, se cansó de buscar. En la universidad, Kevin, no sabía nada, pues todo ya lo tenía vomitado en la tablet, y el profesor nunca lo retó, no sé si por miedo o porque no le importaba enseñar. 
Me gustaría pensar que volveremos a viajar con la intención de ser felices, que disfrutaremos de un baño sin la incomoda certeza de no poder cerrar los oídos a los mormones que irrumpen en medio de una canción  íntima, claro, si es que aún quedan canciones así...
¿Seremos capaces de criar a nuestros hijos o el YouTube aliviará eternamente su llanto, dejándonos el camino libre para fundirnos al borde olvido?

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