La muerte del adjetivo





Apenas desperté, sentí unas ganas enormes de compartir artículos en Facebook, de mirar fotos en Instagram y de revisar el WhatsApp, en ese orden.  Entonces descubrí que todos somos empleados de Mark Zuckerberg.  Bueno, no todos, porque sólo unos pocos reciben salario. El éxito de esas plataformas radica en haber creado una lista inagotable de obreros sin responsabilidad de ningún tipo. Los medios tradicionales también son empleados suyos, pues nadie genera más morbo y trafico que estos.

Mientras me hacía un café en la chuspa, pensé que ya nadie es gorda ni flaca, nadie es alto ni pequeño, nadie es fea ni linda. Nadie es nada.  Estamos a la vera de la producción en masa. Caminamos cabizbajos creyendo que tenemos miedo de mirar. Pero no tenemos miedo de mirar, tenemos miedo de quedar mal por decir lo que pensamos. En otras palabras, tenemos miedo de hablar. Tenemos miedo de hablar como la gente y hemos, a su vez, empezado a pronunciar un lenguaje sin alma, el lenguaje de las máquinas, donde la muerte del adjetivo es un hecho ineluctable. 

Miré por la ventana y vi a “Peluche”, el gato cojo de la vecina, ser acariciado por los niños del conjunto habitacional donde vivo. Como estaban felices, se me pasó por la mente ser esos niños, hasta que uno de ellos dijo: “Pobrecito, está cojo, para que no se sienta mal, todos los gatos deberían ser cojos”.  Aterrado me aparté con la firme idea, de que la única forma de realidad que el progresismo concibe es una donde reina lo deforme, lo mutilado, lo excéntrico... pero eso no es lo que la modernidad requiere. La modernidad espera de nosotros una conducta acorde a la de los dueños de las redes sociales. ¿Quién, si no ellos, gobiernan nuestros gustos? ¿Ante quién debemos callar para ser aceptados? Todos los líderes estatales pueden ser eliminados al instante de sus empresas, y por ende, de sus sueños de perfección. 

Tomé asiento despacito y abrí el periódico. En México, el apartheid es una realidad. En algún momento el feminismo triunfará por completo, y eso es terrible, porque para ellas, los hombres son enemigos de las mujeres. ¿Habrá entonces guerra?, y de ser así, ¿quién ganará? Pero esto no es todo, porque en el artículo de abajo, otra tontería ocupaba espacio. El veganismo se impone a la razón con sentencias absurdas. Luego, en otra página. Los perros son más importantes que las personas.  Y casi al finalizar. El odio al estado es más grande cada día, pero ridículamente se espera más de este al mismo tiempo. 

Emprendí mi huida a la televisión. Grave error. Hace unas horas, una mujer pronunció un discurso donde las heteras y los hombres deben desaparecer. Cambié rapidito de canal y encontré que se organizan eventos donde se prohíbe, explícitamente, la entrada de hombres, como la segunda feria virtual del libro en Perú, a la que no invitaron a ninguno. Seguí subiendo y encontré de nuevo a México. Existen vagones solamente para mujeres, ¿y si fuera al revés?, pensé. No importa, porque muchos de mis amigos somos felices en una cancha de indor, el problema es que, en futuro, si las cosas sigues así, ni siquiera aquello tendremos. Lo digo porque ya está pasando. En Argentina existen colectivos que se reúnen con el único propósito de discutir la erradicación de la cultura rural y el fútbol. Hace unas horas comenté en Fb, (luego que me asqueé de la tele) que no me gustaba como les queda la malla a las gimnastas alemanas. No dije que deben usar lo que yo disponga, de hecho, afirmé que debemos respetar los gustos de todos, pero entonces una señora se ofendió y me dijo, que no me tenía que gustar a mí, yo le contesté: eso mismo dije. 

Me tumbé a dormir, y Saskia se me vino a la mente. La tipa promulga: “Yo sí te creo” a todas quienes dicen que les violaron. Yo se lo cuestioné de la siguiente manera: “¿Y si el hombre es inocente?”, “¿Todas las mujeres dicen la verdad?” y ella respondió: “Prefiero que un inocente esté en la cárcel a que un violador esté libre”, y yo le volví a decir: “Y si tu papá es ese inocente”. Tienes razón, me dijo. Me dio la razón, pero no cambia en lo absoluto. Odia a los hombres, pero muere por ellos. Intenté contar ovejas o algo… pero nada me la quitaba de la cabeza. Recordé otra vez que me contó airosa, casi orgullosa, que suele llevar a hombres a su departamento, pero a las tres de la madrugada los despacha sin importarle lo que les ocurra. Le hice un ejercicio de espejo. ¿Y si un hombre le manda sacando de su departamento a una mujer y por su culpa la violan? Que le mande de su casa no es ilegal, pero sin duda alguna, sería éste, linchado por hombres y mujeres sin piedad. 

Me levanté irritado. Tomé agua y pensé por ultima vez en los adjetivos. “Nadie es gorda ni flaca, todas son iguales”. Pero es que no son iguales. Aunque nos quieran hacer creer lo opuesto, no todas son reinas. 

¿Qué iba a hacer en el resto del domingo? No lo sabía, pero empecé por abandonar el teléfono entre los cojines del sillón. Mientras abría la puerta, me dije: Así me preparo cuando apaguen la luz y no tengamos fuerza para pelear con nuestros nuevos amos.

Pasamos efímeros del esclavismo al feudalismo, del capitalismo a la robotización. Sin embargo, mientras el hombre se convierta en un repetidor mecánico, aún puedo ir al parque a mirar las aves y soñar que nada de lo que dije es verdad. Miraré a las aves y me inventaré un mundo donde seremos libres, únicamente aceptando, la diversidad del otro. 






Comentarios

Entradas más populares de este blog

La Sombra [Cuento] Jorge Santtori

De Hiel y Brea

El último de los Comienzos