El Aro de Plástico.
Nos encontramos en el corredor una tarde que llovía. El patio estaba lleno de pequeñas lagunas a las que él llamaba “cochas de mierda”. Su overol azul me intrigaba, puesto que el frío mordía bajo las tres capas de abrigo que yo llevaba encima. Un profesor puede vestirse como le da la gana, aunque casi siempre esas ganas sean las mismas en casi todo el mundo; camisa, sweater, chaqueta. Angus, por su lado, no llevaba más que una camisetilla y un overol azul, a pesar que llovía tan fuerte que las gotas iban de abajo hacia arriba. Tiene la cabeza rapada, los ojos verdes y la piel dorada a causa de la vitamina E que recibe todos los fines de semana cuando juega básquetbol en “Zoolanda”. A los treinta y dos años conservaba intacta la estructura ósea de un atleta consagrado a laburar en la bodega del instituto donde yo fui su compañero.
Me saludó sin despegar los ojos del matero. En Ecuador es muy poco conocido todavía. Le comenté sin que me lo pida, que era una especie de té argentino, que era inofensivo, pero tuve la impresión que no me creyó. No tenía necesidad de explicarle nada, aunque sentí que era lo correcto. No convenía asustarlo; siempre he creído que hay pocos lugares en el mundo tan llenos de prejuicios como los institutos, mismos en los que prima la opinión de cualquiera sobre la del maestro.
Me dijo algo que no recuerdo mientras se adentraba en el corredor para luego perderse a la izquierda, que era donde estaba la bodega. Entré al salón y descubrí que la mirada de Angus era la misma que tenían mis discípulos. Sin embargo, con ellos me limité a la parquedad del término. Es mate, dije. Continuemos.
A las dos horas, como es muy normal en Quito, el sol resplandecía en lo alto del cielo, las cochas de mierda se habían evaporado y todos anhelaban salir al patio a disfrutar del receso. Me retiré la chaqueta y el sweater. Sobre una banca, junto a unas señorías que hablaban de los ojos del tipo de la bodega, me senté con un libro en las piernas. Tuve ganas de prepararme un tereré, pero desistí pronto a causa de la maravilla que ejerció el poder descriptivo que ellas emplearon en ese momento. Qué símiles y metáforas, que imágenes, qué prosopografías se desplegaban entre sonrisas pícaras y miradas tiernas. Me sonreí en silencio y ellas lo notaron. Las felicité por el correcto empleo de las figuras retóricas a lo que contestaron que era gracias a mis clases. Intenté incorporarme para fingir ir al baño cuando un balón me cayó del cielo.
- Perdón, profe- me dijo Angus.
- Tranquilo hermano- le respondí mientras se lo devolvía.
- ¿Usted juega?, preguntó con ilusión.
- Ya no- le respondí algo triste.
- Venga. Nunca es tarde para el básquet, y como dicen, lo que uno ama jamás se olvida.
Las estudiantes no tardaron en alentarnos. Angus había colocado el tramo de un tubo de plástico, que en realidad era una canaleta para los cables de alta tensión, como aro. Todo el personal administrativo salió de las oficinas para presenciar nuestro primer encuentro. El alumnado, formado en derredor de la cancha gritaba y aplaudía. Angus mide lo mismo que yo, o quizá es un poco más alto, no lo sé, y nunca importó, pues desde aquella tarde lo único que nos define es la fuerza de nuestro espíritu. Dos tipos altos, que en apariencia eran distintos, enfrentados en un partido de básquet era un espectáculo realmente interesante. Yo llevaba la camisa blanca por fuera del pantalón, él por su lado tenía la desventaja de usar unas botas con punta de acero. Me retiré los lentes y empecé a botear. Vos sacas, le dije. No pues, “abriendo”, repuso con una sonrisa.
Antes de lanzar, recordé todas las tardes que jugué con el Juan y el José. Nosotros estudiamos en un colegio cuya historia en el básquet es irreductible, supongo que por la historia el amor tiene un sabor intenso a realidad. Con ellos jugábamos hasta seis partidos diarios, y luego, si no terminábamos a los golpes con los pandilleros de la ciudadela El Calzado, al finalizar, nos sentábamos sobre una colina en silencio a contemplar el ocaso de un verano eterno.
Hice mi rutina, la misma que utilicé en la final del cuando quedé campeón con el Juan y el José. Boteé el balón tres veces, luego lo giré hacia atrás, lo detuve de golpe y lancé. Mi muñeca hizo todo el trabajo. El balón rodaba en el aire como si la mano del viento mismo lo llevara en dirección del aro improvisado. Entró sin rosar el borde del tubo. Fue como un milagro, “un arazo” invisible. Sin embargo, aunque todos gritaron de la emoción, la algarabía no duró mucho, porque Angus encestó con mayor elegancia.
“A este tipo le debo ganar con la cabeza”, pensé. Porque luego de dos años que viví en Buenos Aires se me había impregnado el amor por el fútbol, que en Argentina es más grande que el sol, limitando así la coordinación de mis movimientos, pero, el tiempo de mi lejanía, resucitó los recuerdos a un nivel tan práctico que en un principio, y por suerte, me devolvieron la fuerza de mi juventud. Es curioso como nos tenemos que alejar de lo que amamos para conservarlo intacto en las bodegas del alma.
Angus ganó el “abriendo” y sacó, mejor, porque la defensa siempre ha sido mi fuerte. Bloqueaba todos sus intentos de acercarse al área. Sabía como robar un balón y ganar en el “rebote”. Saltábamos al mismo nivel, y si yo no hubiera jugado de pivote toda la vida, seguramente él se hubiera quedado todas las veces con el balón. Pero yo no tuve puntería. En cada disparo que erraba sentía como la barra del público se desalentaba conmigo y en cambio se emocionaba con Angus. No obstante, no podía darle la razón al mundo; debía demostrarme que un tipo que se la pasa envuelto en el aroma añejo de los libros también puede dar todo por ser feliz en el deporte que ama, y que ese mismo tipo es capaz de ganar, aunque signifique dejar de lado las composturas, desgraciadamente propias de la intelectualidad.
Quien metía tres aros primero ganaba. Angus llevaba dos y yo cero. Me resbalé y él, que en su confianza creyó suyo el triunfo, erró el tiro más simple de todos los tiempos. El balón llegó a mí, que estaba derrotado en el suelo. Lo lancé de forma ridícula, porque el balón no llegó al aro girando hacia atrás sino de lado, como si Messi hubiera cobrado un tiro libre. El balón tomó chanfle. Suena a soberbia, lo sé, pero el dolor que sentí en los codos no fue mentira. La barra entonces regresó a mi lado y comprendí que las masas políticas son menos volubles que la muchedumbre deportiva. En fin, tonterías que se me venían a la cabeza en el momento menos oportuno. Quien practica un deporte tan importante como el básquet, debe olvidarse un momento de la academia, para dejarse llevar por la corriente del instinto, incluso si ello le ocasiona una pérdida.
Estupefacto me dio la mano sin antes felicitarme con un abrazo. “Bien guambra” me dijo. Había dejado de ser el “profe” y me había convertido en su amigo. Lastimosamente me subestimó, pues, para ahogar un poco mi jadeo, preferí tirar de “vale” y anoté al minuto siguiente de mi primer aro. Las alumnas me mandaban besos y las secretarias igual. Por otra parte, Marjorie, la directora académica apareció ante nosotros para decirnos que paremos, porque el patio del instituto no era lugar adecuado para jugar como animales. Todos la abuchearon, excepto Angus y yo. Angus habló con ella para intentar persuadirla que nos deje jugar unos minutos más, pero ella lo mandó a callar con un gesto. Fue muy gracioso mirarlos; ella era de la mitad de su estatura, pero tenía el triple de autoridad. Antes que me formulara elucubraciones sociopolíticas sobre aquella escena caricaturesca, y, que las metáforas gobiernen mis ganas de continuar, me le acerqué y le dije al oído: ya mismo termino mija, luego nos vamos a fumar un tabaquito los dos y te cuento lo que el Santi, el de sistemas, dijo de vos, te interesa, confía en mí. Me miró con los párpados entrecerrados y sin girar la cabeza movió las pupilas hasta Angus y entonces remató: Verá señor Angus, cuidado con el profe, debe dar una conferencia mañana, cuidado me lo vaya a lesionar. Angus contestó con una risa sonora y continuamos el juego para gozo de todos.
Saqué de nuevo. Fallé. Ganó el rebote. Lanzó. Erró. Gané el balón que estuvo a punto de golpear a uno de los hinchas, y entonces entré con fuerza. Me “jalé”. Saltamos, pero nadie se quedó con el balón. Angus llegó más rápido y desde la última línea, la que nos inventamos era la línea de fuera, lazó un bellísimo tiro, pero el balón, a pesar que estuvo a punto de entrar, giró tres veces en el aro de plástico y salió. Por testimonios y comentarios posteriores, todos estuvimos de acuerdo que fue el mismo aro quien sacó el balón. Angus estaba lejos, así que yo pude encestar sin problemas, pero recordé el Calzado y me negué a ganar como un canalla, así que lo esperé.
Hice tres crossovers frontales (como el Juan solía hacer), retuve el balón con la izquierda, lo pasé por detrás de la espalda, aguanté agachado el envite del bodeguero que voló delante de mí a mi costado izquierdo y recordé como el José anotaba. Miré a Angus de reojo, sonreí y lancé. Todos me fueron abrazar, incluida Marjorie que había permanecido de pie junto al corredor, atisbando el partido.
Angus fue a recoger el balón que yacía inerte junto a la puerta de ingreso. Me miró de lejos y sonrió complacido. Tira el balón, le dije. Lo lanzó tan alto que, al estar rodeado de muchas personas, no pude atraparlo y se estrelló con la ventana de una de las aulas. El cristal, de unos cuatro metros de alto y cinco de ancho se trizó por la mitad. Marjorie gritó y secretarias, alumnos y demás personal administrativo se dio a la fuga como si ellos hubieran sido los culpables. No hubo risas. Hubo un silencio.
Rompió el cielo un trueno cercano y empezó, como señal divina o maligna, a llover de nuevo, aunque esta vez de forma inclemente. Vaya al aula, Profe, me dijo con la mirada prendida de Angus. Obedecí y lo dejé solo a su suerte.
En el salón nadie tenía ganas de aprender. Les pedí amablemente que arrancaran una hoja de su cuaderno y que anotaran diez preguntas. Todos se molestaron. Los profesores saben que si algo odian los estudiantes es la injusticia. Era injusto que les tome una prueba sin previo aviso, lo sé, pero más injusto era que intente enseñarles cualquier cosa que en ese momento no importaba.
A penas me dispuse a dictar la primera pregunta, Marjorie entró al salón sin tocar. Me dijo en tono fuerte y seco: “Le espera la señora Teresa (la dueña) en su oficina”. Yo repuse que estaba a punto de tomarles una prueba, para procrastinar un poco mi agonía, pero no funcionó. Repuso que no le importaba lo que estuviera haciendo, que vaya de urgencia, que ya luego hiciera lo que tuviera que hacer.
Salí al corredor. Caminaba con lentitud detrás de la directora académica. Sudaba del cuello. La señora Teresa es una mujer que rondaba la misma edad de Angus, lo sé porque en alguna ocasión lo escuché decir que ellos fueron amigos en la niñez y que gracias a eso ella le dio trabajo en el instituto. No me interesaba que fuera hermosa, es más, hubiera deseado que no lo fuera, pues cuando la ira se apodera del alma, los rostros más bellos se transfiguran de la peor manera. Al llegar al fondo del corredor miré la bodega donde una luz tenue resplandecía cuando Angus estaba dentro, pero en ese momento, la ventanita estaba totalmente cerrada. Sentí frío otra vez.
Entré a la oficina de la señora Teresa y me enamoré de la fragancia del ambiente. Los cuadros de Endara Crow que colgaban de una pared color del marfil, los muebles castaños que brillaban impolutos, la alfombra de felpa y las sillas blancas de cuero real me daban la sensación de que iba a ser juzgado por un ángel. Frente a la señora Teresa estaba Angus en una de las sillas, en la otra, Marjorie me indicó que podía sentarme. La señora Teresa estaba al teléfono así que lo primero que hice fue susurrar. “Nos cagamos ve”. Colgó el teléfono y se puso en pie para darme un beso en la mejilla y pedirme con una amabilidad inaudita que tomara asiento de nuevo. Me preguntó si deseábamos algo de beber a lo que yo respondí que no, pero Angus quería un poco de agua, así que lo exhortó a servirse él mismo del bidón junto a la puerta de su baño privado.
-A ver profe, cuénteme. ¿Qué pasó? Me preguntó mientras sonreía con la misma picardía de mis estudiantes.
-Se rompió la ventana. Lo siento, lo sentimos muchos quiero decir, ¿verdad Angus? - le contesté sin antes sentir que había regresado en el tiempo a la época del colegio, con la diferencia que delante de mí no estaba el inspector al cual apodamos como “El Carchi”, sino una mujer que era la encarnación de Lolita, aquella nínfula cruel del libro de Vladimir Nabokov. Pude perderme en su pantalón gris o en su blusa negra, pude guardar silencio y disfrutar de tener a Teresa a setenta centímetros de mí, pero en lugar de acariciar la paz, continué: -Pero quien lo hizo fui yo.
-A eso iba justamente. Espere. Cálmese por favor. No se me adelante- Repuso cada vez con mayor seriedad. Dirigió su mirada a Angus y le dijo: -Las cámaras que tenemos apuntando a donde usted puso ese arito, confirman que esa ventana se trizó hoy, así que les pregunto: ¿Qué van hacer?
-Ante todo- dije inflamado de valor, o a caso era estupidez, no lo sé, pero es inverosímil como esas dos condiciones se parecen- Ante todo- repetí luego de toser como un tuberculoso- quiero decirle que sus cámaras deben ser chinas porque no sirven. Quién rompió la ventana fui yo, y punto. Si alguien ha de pagar el cristal, que supongo es carísimo por el tribunal donde estamos, seré yo y nadie más. Ahora bien, si me quieren remitir un memorándum -dije memo- no hay problema, pero a mí, sólo a mí, Angus no tiene que ver. Yo le pedí que jugáramos, él se negó, pero yo insistí confrontándole con los estudiantes a aceptar so consecuencia de quedar como un cobarde, entonces no tuvo más remedio que aceptar mi desafío.
- Ya veo- contestó mirando por la ventana- Bueno pues, profe no hay problema. ¿Cuánto vale esa ventana Marjorie?
- Novecientos dólares, señora Teresa. Pero con el perdón del profe aquí presente, debo decir que no es tan así la his…
- Gracias Marjorie- la interrumpió con la voz un tanto alta- Vaya a su oficina y prepare más bien el pagaré del profe. ¿En cuántos meses nos podría pagar? - le dijo.
- Depende, jefecita, en cuánto tiempo quiere usted que le hagamos el descuento.
- Espéreme en la oficina, ya hablo con el profe y voy.
- ¿También me puedo ir yo? - preguntó Angus.
- Tenga la gentileza, la bondad de esperar un poco más- contestó Teresa con ironía.
Es verdad que Angus no confesó nada, pero no importó, pues yo lo había abandonado antes su suerte. Tampoco le convenía, porque con el salario que percibía no le hubiera bastado para solucionar nada. Sabía que tenía dos hijos que dependían de él, así que ni de chiste podía confesar la verdad. Nietzsche no miente cuando afirma que la verdad y la mentira están sobre el bien y el mal. Luego de algunas urgencias que Marjorie le comentaba a Teresa, que para ese momento se mostraba aburrida, por fin nos quedamos solos.
-Mentí, - dijo- en las cámaras, que por cierto no son chinas, profe, no se ve que ambos hayan roto la venta. Fue usted, Angus, nadie más.
- Señora Teresa- repuso Angus con la voz quebrada.
-Espere, espere, no me diga nada. No les voy a cobrar, pero la próxima vez tengan cuidado, que esto es un instituto y no un jardín de infantes. Ahora salga de aquí Angus; no le quiero ver en toda la tarde.
Me quedé en su oficina hasta las seis. Antes de prender la motocicleta, Angus me abordó con los brazos extendidos. Gracias, mijín, me dijo. Nada que agradecer mi hermano, contesté, si los amigos no nos defendemos no sirve que nos llamemos así.
Renuncié poco tiempo después por razones ajenas al incidente con la ventana. Pasaron los meses y los años. Angus tampoco trabaja más en aquel lugar. Nos volvimos a ver en una cancha de “Zoolanda” donde yo pasaba con la moto y él estaba feliz, jugando al básquet. Me bajé y él me dio el encuentro arrojando el balón a mis manos. Desde entonces no he podido ganarle. Hemos forjado una amistad con base en el respeto y el cariño, hablamos de Dios y de la política. Hace poco conocí a su hijo, que también ama el básquet; casi me gana, como su papá, aquella tarde bañada de sonrisas y lluvia y sol.
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