El índice




Los autos no frenan. La Carolina se desdibuja y en su lugar aparecen rayas que crecen y paren a otras rayas que engordan y llenan éstas, junto con las anteriores, la ventana del taxi. Mis ojos llenos de sal arden como el fuego griego. Cierro la luz. La angustia es idéntica a las pesadillas que tenía de niño cuando estaba solo en un cuarto de paredes húmedas a mil kilómetros de alguien que me amara. Tengo, al igual que en esos años, ganas de volar o mejor dicho de despertar. Un sonido interno me destruye los tímpanos. Sin embargo, me tomas del dedo; con fuerza sujetas el índice y comprendo la dicha que tengo al tener un índice del cual te puedas sujetar. 


En tus ojos encuentro una oración, una sentencia. “Tranquilo”. Sudo, lloro y vos sonríes. El viento seca el sudor de la nuca y las lágrimas se evaporan hacia el hogar del cielo. La ciudad no se detiene, tu amor tampoco. 

La luz viaja sobre el puente de La República. En poco tiempo estaremos donde el doctor. Deseo que nuestro destino fuera diferente. ¿Cómo seguir sin el otro?

Nos despedimos como todas las noches. Te doy la bendición y vos abanicas aquellas pestañas que no volveré a besarlas. No sabré tampoco como suenan tus palabras y el índice no se convertirá en la mano que estreche mi espalda a tu pecho, y no habrá graduaciones ni boda. El cementerio será nuestro umbral. De la angustia nace la devastación.  

Al igual que un milagro, otra vez me aprietas el índice y con ello siento el calor del sol que rutila sin que nadie lo vea y sin que a nadie le importe el dolor de que no estés. Agarras el índice con más fuerza, como si a los tres meses que tienes supieras algo de lo monstruosa que es la muerte. 

Llegamos. De frente a la puerta encuentro la posibilidad de arrepentirme. ¿Me soltarías el índice si salgo corriendo con vos? ¿Dejarías de sonreír? No me arriesgo a dejar de sentir tu piel moviéndose en la mía, pues es lo último que sentiré.

En la mesa del cirujano te observo por el cristal de mis lágrimas. Me invento que me dices: “No te mueras papá, recién llegué a este mundo”, y que yo te contesto: “Hijo, tu mamita merece más que yo este corazón. De todas formas, siempre fue suyo. Te amo”.  Nada es verdad, claro, porque vos solamente hablas con la sonrisa y ahora soy yo quien abanica las pestañas para calmarte, pero tus manitos me llaman, me piden, me ruegan… y empiezas a gritar, porque empiezas a extrañarme.


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