El Abrazo Olvidado
El 31 de diciembre a las cinco de la tarde, doña Blanquita lloraba. También me dieron ganas de llorar cuando me enteré, que la hija le grita todos los días. ¿Cuántos caldos debe vender para pagar los taxis, el arriendo y la jornada a la hija? Después de quedar discapacitada de las piernas, es lógico derramar tantas lágrimas.
A las cinco y treinta, luego de tomar cafecito miré al techo para que no me vea triste. Le pregunté si sabía las razones por las cuales su hija la maltrataba. Contestó que era el amor. Resulta que cuando amamos a quien no supera sus traumas, siempre se desquita con nosotros; es injusto, claro, pero, ¿para qué entonces estamos las madres sino para aliviar las penas de los hijos a toda costa, me dijo. Pude intentar rebatir aquella sentencia, sin embargo, no lo hice, pues entendí que no serviría de nada ganar una disertación con alguien tan golpeada como ella. A quien llora no se le enseña, se le escucha.
Me contó además, que la semana que estuvo en el hospital, su hija había hecho un pedido de gaseosas que ascendía a la irrisoria suma de cuarenta dólares, y que hoy, 31 de diciembre necesitaba que se le devuelva el dinero. ¿De dónde le voy a dar, si hoy no he vendido nada? Me exige que le pague el diario. Ahora le pago diez dólares, pero antes le pagaba veinte, y eso que ni venía. Estoy sola y desde que me caí no puedo caminar para cocinar los caldos. Concluyó con la voz quebrada. Le ofrecí agua, pero no aceptó. Alegó que el agua genera lágrima y no quería que su piel arrugada y vieja se cuartee más.
Insistí débilmente y sus manos temblorosas se sujetaron al jarro. ¿Por qué se cayó?, le pregunté. ¿Por llamarle a mi hija para saber si iba a venir a ayudarme? ¿Ocho días no vino a trabajar y estaba preocupada de que algo le había pasado?, respondió. Mi hijo, el ultimito es el único que es bueno conmigo. Con él vivo, aunque mi nuera me trata mal porque ya soy viejita y a veces se me caen las cosas. Antes, cuando joven, yo era bien fuerte, pero ahora todo se me cae. Yo por no darle problemas a mi hijo, no le digo nada. Continuó. Hizo una pausa. Caviló y luego de un suspiro finalizó. Mi hijo se llama Romel, es arquitecto. Cuando estaba en la universidad necesitaba una mesa para hacer los planos. Vi una que costaba cien dólares, pero no quiso por no hacerme gastar. Eligió una de quince, y aunque yo me negué, él no cedió. Qué diferencia con mi hija. Hace dos meses, y perdone que llore, hace dos meses le regalé veinte aretes de oro que eran de mi mamacita, y ayer que fue mi cumpleaños le pedí que me preste un parcito, a lo que me dijo enojadísima que ya estaban empeñados para pagar deudas que ha tenido por ahí. Vecinito, no sabe el dolor que me dio en el corazón cuando me reclama de la siguiente manera: “Usted mismo me da y ahora me quiere quitar. Era que se trague y no me dé nada entonces”.
A las seis de la tarde, el café que estaba en mis manos se ha había enfriado. Le propuse irle a dejar a la casa, so pretexto de que ya no había taxis por ser 31 de diciembre. Me voy en su carro… qué elegancia subirme en su carro tan lindo que es y yo que no estoy bien vestida, me dijo. Le sonreí mientras le guiñaba ambos ojos al mismo tiempo. Le coloqué el cinturón de seguridad y le pregunté que música deseaba escuchar. Chicha, me respondió contenta. Rosy War sonó y nos fuimos a la casa en medio de un río abandonado y melancólico por cuyo cause, las casas coloniales se agolpan derruidas a la espera del cariño de una brocha embebida de pintura. Las motos, igual que pirañas asesinas zumbaban en derredor nuestro y el rugir de las bocinas de los buses nos empujaban cada vez, con más violencia, al sur.
Ya en Turubamaba, doña Blanquita miró el reloj digital del auto. Son cuarto para las siete; no se demoró mucho. Ha sabido manejar bien usted. Yo siempre quise aprender a manejar, pero en mi época, un carro era un lujo. Y debió ser así, con eso, tanto patán no manejaría como le da la gana. Ojalá fueran señores, como usted vecinito, me dijo. A veces, cuando estoy de apuro, también manejo mal. Creo que la modernidad hace que se nos pegue la patanería un poco a todos; pero hoy, como está usted que es mi invitada especial, soy un buen chofer, le respondí.
Le ayudé a bajar. Saqué su caminadora de la cajuela y le abrí la puerta de calle. Vea, le dije, para que no pague todos los días taxis, cuando quiera me avisa y nos venimos juntos. De paso nos tomamos un morocho en las Cinco Esquinas. Qué lindo que es usted. Me contestó mientras cerraba la puerta de rejas con una mano. La miré fundirse con la oscuridad de un segundo piso sin terminar. ¿Cuántos caldos debe vender todos los días para pagarle la jornada a su hija, los cuarenta dólares, el arriendo y los taxis?, me volví a preguntar en el momento que abrí la puerta del auto. De pronto, desde la ventana, doña Blanquita me gritó: Nos olvidamos de darnos el abrazo. Mañana vaya al local para darnos uno e invitarle un caldito de pata. Ya tengo ochenta y seis años, pero, aunque sea un caldito le he de dar, vecinito. Le quiero mucho.
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