El último de los Comienzos



I

Cuando las lágrimas se evaporaron de la almohada, el café estaba listo. Al mirar al cielo recordó épocas convulsas donde la sal fluía en un torrente de protestas contra la injusticia a los perros de la calle, épocas en las que el corazón se quebrantó con la inclemencia del vendaval que el destino arrastra siempre tras de sí, épocas en las que el sueño la cobijaba desde las cinco de la tarde hasta la vera de un nuevo amanecer. El aroma a café le arrancó de las cuevas de la memoria en las que se había sumergido a buscar un momento feliz para sobrellevar la muerte de Hüan, pero, en su lugar había descubierto otro momento todavía más triste. 

Con sus muñecas secó el remanente del corazón. Bajó de la cama y caminó al espejo. Por el calor que hace en San Antonio de Pichincha, las mejillas estaban pintadas con el color de la rosa en primavera; y tenía un aire a ninfa ubérrima. “Lúthien Tinúviel”, se dijo, mientras guiñaba un ojo y colocaba los labios como un pez. Buscó en el buró de la cómoda un par de aretes rojos con guirnaldas de fuego, pero desistió de usarlos cuando la margarita que Fito le había regalado en el funeral apareció junto al retrato de su madre. En medio de ambos yacía un papelito troceado con los dedos y pintado de corazones que decía: Mi hogar. 

La baldosa semi limpia le imprimía partículas del ayer en los pies, no obstante, aquellas serían apartadas de la piel cuando la alfombra bajo la mensa del comedor abrigó sus dedos blanquitos. “Ponte zapatos. Recuerda que a la mamita no le gustaba que camines así, aunque bueno, no importa, ya estás acá”, le dijo papá sin dejar de revolver el sartén. “A Hüan sí le gustaba”, repuso Celeste sin apartar la mirada de un Jeep amarillo que relucía como un tesoro de dragones en medio de un verdor inescrutable al otro lado del cristal. Su padre sonrió con tristeza y empezó a emplatar los huevos sin dar señales de que su alma empezaba a inundarse también con las aguas del dolor. Celeste lo notó, pero no dijo nada para evitar topar aquel tema; lo notó de inmediato, pues él era el hombre al que más amaba, y solamente conocemos bien lo que llegamos amar. Y le guiñó los ojos, que para ese momento se habían convertido en dos luceros barnizados de ternura e inocencia. 

- ¿Y ese Jeep? ¿Nos lo compramos? - Preguntó Celeste con la voz quebrada.
- ¿Compramos? -Preguntó Fernando en un tono tiernamente burlón.
- Sí, compramos. Ya sabes que todo lo tuyo es mío, Fernando. 
- Papá, papá… No Fernando. 
- Pero así te he llamado toda la vida.
- Bueno, bueno, dime papá Fernando. 
- Sonaría como si fueras mi padrastro. 

Fernando guardó silencio y esta vez fue él quien guiñó los ojos, aunque los suyos no tenían inocencia, pero si ternura.
 
- Dime como quieras, mi amor. 
- Papi, me gusta, aunque me suena raro; no importa. Y bueno, papi, ¿y ese Jeep?
- Es de un amigo. Me lo prestó porqué hoy nos vamos de viaje. Hace mucho que estamos encerrados. ¿Sabes?, quiero salir mientras aún sea de mañana para que el frío golpee mi rostro y me haga sentir que sigo con vida. Vos eliges el destino, y yo pago. Te invito a donde quieras. 
- Siempre pagas, no es justo. Algún día te voy a llevar yo, lo prometo. -Dijo sin saber lo terrible que pueden ser las promesas.
- Si, si…, “te creo”. Pero dime, ¿a dónde vamos?
- Vamos al Imbabura. -Finalizó Celeste con los párpados cerrados.

Abrió los párpados y golpeó la mesa con sus dos manos. La rebanada de pan que sobresalía de la boca la tragó sin dejar de apoyarse. “¿En cuánto salimos?”, inquirió. “En cuanto te bañes y te alistes. Apestas”, escuchó. “¿Apesto?”, preguntó. Fernando la miró desconcertado y solamente atinó en reponer: “Loca, ya estás loca. No he dicho nada, pero es verdad, podrías bañarte un poco, si gustas”. Celeste se río con miedo. Ayudó a levantar los trastes. Se limpió las manos en el pijama impregnado de gotas de miel y migas de pan, y marchó simulando ser un soldado, con dirección al baño.

Encendió la ducha, aunque no se metió. Le gustaba escuchar el murmullo del agua calentándose mientras buscaba el atuendo adecuado. Lo primero que tomó fue unas botas rosadas de hule a las que guardó en una mochila gastada, con cuidado de no doblarlas. Se arrepintió. Las sacó y las abrazó al mismo tiempo de aguantarse las ganas de llorar. Las volvió a meter con un cuidado mayor a la primera vez. Tomó un pantalón negro bordado de flecos plateados, un buzo de lana gris, varios calcetines impares y por último, el sostén negro de encaje que Fito le regaló por su primer año juntos; la última noche que hicieron el amor. Puso cerrojo en la puerta y colocó una toalla blanca sobre la tapa del inodoro. 

Se desvistió para el espejo y se levantó los senos. Los pezones empezaron a crisparse cuando los dedos los hundían y los liberaban en movimientos circulares que habían llegado a ella por el instinto que tiene una hembra joven. “Eres una mujer”, escuchó. Finalizó de inmediato con el juego y se sentó desnuda sobre la toalla. Los rubios cabellos tocaban sus rodillas. 

Levantó la cabeza y miró al techo que goteaba caliente. Cientos de gotitas sobre ella. Descorrió la cortina de la ducha y entró. Tocó la baldosa sin dejar de pensar en Fito, y hubiera arrancado su recuerdo del más allá para simular que de nuevo él la abrazaba por detrás, que de nuevo él besaba su nuca, que otra vez jugaban a los contorsionistas… si Fernando no gritaba desde la puerta: “Mueve, Celeste”. 

Abrió el agua fría para apagar el deseo de lo imposible. En menos de diez minutos salió y empezó a vestirse. Luego, se sentó en la peinadora y descubrió que los aretes rojos con guirnaldas de fuego estuvieron allí siempre, o quizá no, junto al retrato de mamá.
 

II

Ya en la carretera, el paisaje le llenaba el vacío que la muerte deja en las almas de quienes nos quedamos solamente a extrañar. Pichincha empezaba a desaparecer y en su lugar brotaba radiante y prehistórico, por entre la cordillera la cual le anunciaba que pronto estaría lejos del presente, un pueblito que jamás tuvo nombre. 

Fernando encendió la radió y empezó a cantar una canción de la que no conocía su letra. Celeste río e intentó hacer lo mismo, pero el beso del viento que Fernando tanto anhelaba recibir lo sintió ella como un rayo mortal. Estaba viva y Fito no. 

Se conocieron el 31 de marzo a la mitad de la calle Juan Rodríguez una tarde abrigadita en la que ella no sabía en donde fumar un porro de marihuana; como las entradas de los hostales estaban vacías, Celeste pensó que era buena idea sentarse en una de las bancas sobre la vereda de cualquier puerta de atrás y empezar. De todas maneras, era bien sabido que los gringos que se hospedan en aquellas casas de mitad de siglo, nunca se escandalizan con el olor añejo que tiene la hierba. Fito, por su parte, estaba en búsqueda de una peluquería para que le hicieran el favor de motilarle los risos oscuros que le llegaban hasta los hombros; tal vez de ese modo su padre le daría trabajo en el bufete. Él la miró solita bajo las higueras y los abedules. No lo pensó dos veces; la abordó sin preámbulos ni excusas. Y simplemente le pidió “un pase”.

- ¿Me das?, le dijo con una sonrisa exagerada. 
- “Nop”, le contestó ella sin mirarlo a los ojos.
- ¿Vos eres Celeste Cobo, la influencer? 
- Ajáp.
- ¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?
- Estoy perfectamente bien, ¿ok? Gracias. -Repuso Celeste, gesticulando las cejas y frunciendo la nariz de forma que el mensaje casi se entendió a la perfección.
- Los siento si molesté. -Contestó Fito apenado por causar esas gesticulaciones que luego tanto amaría, por ser estas la huella característica de las almas que se esfuerzan en enseñar cualquier cosa con amor.
- Te dejo nomás. Cuídate mucho. Acá es medio peligroso-. Le dijo Fito como último recurso. 
- ¿Y por qué es peligroso tienes miedo?
- Yo no le temo a nada. 
- Ah, ¡eres muy machito! 
- Un poquito…
- Ja, ja, ja. -Celeste no quería mirarlo, porque el tono de la voz de Fito era dulce como una caricia real, y ella sabía que aquellas voces son las que luego causan mucha tristeza cuando se apagan, y siempre se apagan.
- ¿Bueno… me das?
- Primero dime, ¿cómo te llamas?
- Fito.
- ¿Como Fito Páez? 
- Más bien como Fito Cabrales.
- ¿Quién? -Preguntó retóricamente. 
- El de Fito & Fitipaldis. ¿No les cachas?
- O sea… algo, pero no mucho la verdad. Solamente sé que les gusta la mar y las vías. 
- Bien que los conoces. Oye, dame un poquito. 
- Espera, ahora dime… ¿Te gusta mucho escribir?
- Sí, pero nadie ha leído jamás lo que escribo. -Le contestó con humildad. 
- Dime un poema y te invito a una sonrisa. 
- Mejor invítame una colita. 
- Ja, ja, ja… Eres chistoso. Está bien, toma, pero no te lo vayas a acabar. 
- No, ya no quiero.
- ¿Por?
- Porque ya está “baboseado”.
- Ja, ja, ja… Ridi. 
- Mejor hazte a un ladito y yo me siento, y conversamos.

A la media hora de contarse y escucharse todo lo que quisieron sin que los temas sensibles, que por lo general empañan con debates baldíos los momentos que no volverán, pudieran aparecer como intrusos del sentimiento; abandonaron los telones y fueron al grano. Fito le propuso comprar un vino a una tienda especializada en amantes apurados. Y ella contestó que bueno. 

Como eran los únicos que andaban por la calle, Fito tuvo el valor para proponerle entrar a uno de aquellos hostales. Celeste no pudo decirle que no, porque ella deseaba tanto como él, vivir desnuda una aventura irrepetible. Entraron de la mano al primer hostal que tuvieron en frente, pero estuvieron a punto de salir con la misma rapidez, luego de que la empleada les brindara la información del costo y el tiempo. Sin embargo, al ser Celeste licenciada en turismo y, además, una influencer talentosa, había desarrollado una habilidad inestimable para potenciar establecimientos a cambio de menciones en todas las redes sociales. Logró pues, un descuento significativo que se ajustó a su presupuesto. Fito quiso pagar, pero ella lo detuvo con seriedad. “Pago yo, y no acepto protestas. ¿Lo entiendes, amor?”, dijo casi sin gesticulaciones. Fito disimuló la dicha de haber encontrado a una mujer libre, lejos de los discursos de poder que se gestan, cada vez, con mayor frecuencia en la yerma calle de la virtualidad, así que torneó los ojos y le dijo a la empleada: “Siempre paga, por eso le amo”. La empleada fingió alegría y sin decir una palabra les entregó las llaves. 

Ya en la habitación, antes de sacar el vino de la bolsa de plástico que habían disimulado entre las sombras de sus brazos, Celeste lo besó. Hundió sus uñas sobre la camiseta blanca que Fito empezaba a sacarse, y le metió las manos dentro del pantalón, y sintió la potencia del deseo que todo hombre tiene cuando es seguro de sí. Y desabotonó, y mordió, y tiró con fuerza del pantalón. Fito, con una técnica fantástica le abrió el sostén en menos de un segundo. Cuando sus manos tocaron los pezones de Celeste, ella ya lo había desnudado completamente. 

La cama los envolvió en un remolino de realidades deliciosas; el baile de las lenguas y la hojarasca bordadas con vellos creaban siluetas perfumadas con fuego. El liquido que barnizaba la piel, los dientes que surcaban las mejillas y los ojos que negaban cerrarse fueron como una declaración de independencia a un mundo que sufre por el yugo de la informática. Celeste gritó de placer, el placer de haber sido libre. Tres veces gritó antes de que Fito gritara casi de la misma manera; con menor fuerza, pero mayor convicción. Y tres veces gritaría después, hasta comentarle con la voz consumida: “Fue verdad lo que le dije a la empleada: “Eres mi amor”. Fito, con las justas, alcanzo a responder: “También yo le dije la verdad: por ser así, te amo”.

¿Es posible amar el mismo día de hacer el amor por primera vez? La respuesta, como todas las que no son de matemáticas, no admite generalizaciones. Por tanto, Fito y Celeste, se amaron en el instante en que presintieron que la desnudez del otro no iba a ser para nadie más que para ellos.

Ella lo dejó en la cama como estaba. Caminó al baño mientras se hacía una cola. Fito contemplaba los tatuajes efímeros que las sombras de la rambla le pintaban en la piel y descubrió que ya no podía vivir sin conocer otra vez el paraíso. Así que se paró junto a la puerta del baño y esperó a que Celeste saliera. Tuvo tiempo para estimular la imaginación. 

Nuevamente la abrazó, y otra vez cayeron desnudos, salados, mojados y felices a la cama de sabanas extintas. Después de recomenzar la unión de la carne, fueron uno solo en la fusión del espíritu. No tuvieron sexo, hicieron el amor. 

 
III

Se habían olvidado que no eran los 90 cuando lo perentorio los derribó. En el momento que Celeste se sentó en la banca a fumar el porro, había puesto el teléfono en silencio para que el ruido de las decenas de notificaciones que le llegaban por minuto no la arrancara del sopor en el que pretendía sumirse. Fito hizo lo mismo, aunque por miedo a que el celular sonara y fuera asaltado mientras buscaba la peluquería. Se preguntaba, cómo era posible que en un barrio tan bello como “La Mariscal” hubiera tanta maldad, tanto miedo y tanto dolor. 

Al salir del hostal, Celeste miró el teléfono y súbitamente cayó desmayada.  De inmediato, Fito intentó levantarle la cabeza del pavimento, pero los dedos se le escurrían al cuello. Con la otra mano tomó el celular y advirtió el último mensaje. Era de Fernando, y decía: “No sé donde estás, pero contéstame urgentemente. No veas el Facebook, ni el Instagram, primero contéstame”. Fito quiso entrar a Fb o Ig, no obstante, en un espasmo involuntario, Celeste giró con brusquedad y provocó que el celular cayera. Al tomarlo descubrió que estaba bloqueado. 

Quiso usar la huella de Celeste, pero los viandantes, que caminaban con miedo de ser asaltados, advirtieron aquel acto como un intento de robo. El rencor de una sociedad desordenada y violenta los llevó a actuar de manera desordenada y violenta. Algunos lanzaron piedras, pero Fito no se inmutó; la protegía de la lluvia de la ignorancia tan propia de los corazones resentidos. Le gritaron de todo, e incluso hubo quienes se le abalanzaron con la firme convicción de molerlo a golpes. 

Y el final pudo llegar si la policía no hubiera aparecido para intentar esposarlo. El cráneo de Celeste chocó contra el pavimento cuando dos policías levantaron a la fuerza a Fito mientras le pegaban en las piernas. Y entonces, Celeste despertó súbitamente. Los detuvo frente a los gritos y las miradas atónitas de todos los presentes. Es mi novio, déjale. ¡Chapa imbécil!”, dijo al mismo tiempo de sacar a Fito de aquel pandemónium. “Mi mamá está muerta”. Finalizó con un grito sordo.

Sollozaba. Anhelaba volar. Se refugiaba en el pecho de Fito. Lo tomaba de la camiseta y lo miraba con la cara empapada de desesperación. Fito no sabía que más hacer, así que actuó de manera correcta. Se quedó callado.

La muchedumbre se había dispersado mágicamente. La policía los contemplaba con los ojos idiotas y todavía con las manos en las cachas de las pistolas. La madre de Celeste estaba muerta, y ella, en mitad de “La Mariscal”, lloraba con las rodillas y el vientre, de flato y de amarillo, frente al hostal donde hasta hace unos minutos había disfrutado inconsciente de la maravilla que produce la aventura del placer.

Fito, con las monedas que se ahorró en el hostal, compró un par de cigarrillos que vendía una indígena desconcertada. Luego condujo a su autoproclamada novia por la cintura hasta la misma banquita donde se conocieron, y le entregó el teléfono. Celeste llamó a Fernando que del otro lado fingía entereza. Colgó y corrió. Fito la persiguió, aunque sin éxito, pues el primer taxi que asomó entre la rambla, engulló a Celeste.

La vio partir entre la mirada furibunda de un grupo de alienadas que, disfrazadas con pañuelos morados y verdes, había terminado de vandalizar la ciudad luego de una marcha sin sentido. Y ellas, con sonrisas sardónicas, y le gritaron: “Se te escapó… machito, se te escapó”. “Que estúpidas son las personas cuando emiten juicios apresurados”, pensó Fito. 

Les dedicó una mirada desafiante. Fumó despacio y tomó el camino más corto a la parada de buses. Una vez dentro, miraba por el cristal de la ventana cuestionándose acerca del destino y sobre la irrebatibilidad del mismo, aunque nada de eso le quitaba el deseo de llegar pronto a casa para escribirle a Celeste. Aquello sería un problema, pues en medio el vendaval de las pasiones y el huracán del desasosiego, ambos habían olvidado compartir su número telefónico. Fito, al igual que unos 24.7k seguidores, conocía a Celeste por IG, no obstante, él no tenía más de cuarenta. ¿Celeste se acordaría de él, ahora que su mamá acaba de morir? ¿Pensar en el destino y en su irrebatibilidad alcanza para que una mujer hermosa con miles de seguidores nos conceda, en un mensaje, la esperanza de ser feliz a su lado?


IV

Los meses pasaron con un sabor a nostalgia y culpabilidad. ¿Cómo sentirse bien con uno mismo cuando los otros sufren por la muerte? Fernando sufría en silencio; al principio para demostrarle a su hija que la vida continua a pesar de todo, pero luego aprendió a no mancillar el recuerdo de quien siempre lo amó, y, por lo mismo quiso que los demás lo encontraran feliz.

Una tarde, después de que el sol descendiera por fin tras la cordillera, Celeste tomó el Celular y puso música. De nuevo colocó aquella canción que versa: “Pones canciones tristes para sentirte mejor”, no obstante, al no causar el efecto deseado, que tan bien le había hecho antes, de imprevisto pensó en Fito. Colocó entonces, “Catorce vidas son dos gatos”. Sin secarse el rostro, lo buscó en IG. En realidad, ella era parte de la cofradía de sus escasos cuarenta seguidores. Gustaba leer los poemas que él publicaba, pero no se atrevía a comentarle jamás a causa del miedo que produce la incertidumbre de una negativa fantasma. No quería ser un comentario más, perdido en el bosque del desinterés. Por eso, cuando lo vio acercarse, despacio por la rambla, debió disimular al máximo la sorpresa de tener al frente al escritor que, en más de una ocasión, le había provocado una sonrisa, y que luego le extrajo gritos y jadeos, líquido y fuego… de lo más hondo de sus deseos animales. Lo encontró rápidamente, aunque renunció al intento de escribirle, pues no entendía, cómo siendo ella parte de sus escasos seguidores, jamás recibió un mensaje suyo luego de haberla poseído en alma y cuerpo; después de haber estado en el punto más álgido de su existencia. 

Fito no revisaba los seguidores porque no le importaba un número pintado en la pantalla del teléfono. Tenía, de hecho, algo mejor que hacer. Cada día escribía cartas para Celeste, mismas que destruía por la noche, convencido de que no serviría de nada. Antes de dormir la vislumbraba, y, en las ideas que le venían, como regalo del cielo, comenzaba una nueva evocación. En barrios diferentes, con climas diferentes, ambos extrañaban estar juntos; desnudos y felices, pero ninguno se atrevía a dar el primer paso para que los abrazos y los besos dejen de ser imaginarios. 

A la mañana siguiente, Fernando entró en la habitación de Celeste y preguntó si deseaba un libro. Celeste contestó que no; solamente quería dormir. Fernando aceptó con un gesto en los labios. “Además, aún tengo el libro que un amigo me regaló hace unos meses y no lo he leído todavía”, dijo Celeste cuando Fernando estaba apunto de irse. Fernando preguntó el nombre del libro, a lo que ella contestó: Las Primeras Flores. “Luego me lo prestas”, concluyó mientras se perdía en la sombra del corredor. Celeste le sonrió al techo y otra vez pensó en Fito. “Es curioso -se dijo- como un libro puede arrancarnos una ilusión sin usar la fuerza ni la frivolidad.

Tomó el celular y antes de mirar las notificaciones entró al perfil de Fito y empezó a darle corazones a todas, las pocas, fotos que él tenía. Su sorpresa fue grande cuando al terminar miró en sus notificaciones que Fito había hecho lo mismo apenas hace unos momentos, en las muchas, y hermosas fotos de ella. Así que decidió escribirle, pero en el instante en que empezó, un “hola” apareció en la pantalla. 

- ¿Por qué te olvidaste de mí? -Dijo Celeste.
- No quería molestarte, pero siempre pienso en vos. Siempre escribo de vos; cada poema, cada carta que no te llega, cada canción que no te mando son para vos, Celeste Cobo. Y de hecho, ahorita te acabo de escribir. -Contestó en un éxtasis de sinceridad que luego quiso reprimir, pero tarde, pues el dedo se le había escapado a la flecha azul.
- Veámonos a las seis en el Centro. -Sentenció Celeste, disimulando la alegría que le produjo que él le escribiera. 
- Llegaré a las cinco y desde esa hora te esperaré.
- Eres hermoso. Pero te quiero pedir un favor. No hablemos de mi madre. 
- No lo haremos, lo prometo. 
- Gracias por entender. Es horrible, te lo juro, hablar de la muerte de una madre, y más cuando se suicidó. 


V

Pasó el tiempo embodegado en el cofre de la abstracción, por tanto, el encuentro estuvo envuelto en sorpresa; Celeste se había hecho seis tatuajes; uno que iba desde la cadera hasta el muslo, una media luna en el hombro derecho, dos en cada antebrazo, uno en la muñeca derecha y uno más en el brazo izquierdo sobre el codo. Los tatuajes le recordaban las sombras de la rambla que le pintaron la piel el día que hicieron el amor. No preguntó el origen ni el significado de ninguno, porque creía que la respuesta era dolorosa. Se limitó, nada más, a besar cada una de las líneas que corrían al sur como el Sirion por Beleriand, a mirar sin morbo, a pausar su respiración, a tocar sin los dedos y a disfrutar del silencio y su serenidad. “Eres tan hermosa como Lúthien Tinúviel”, le dijo mientras ahogaba en el crepúsculo de la mañana las últimas palabras de mayo. La risa suplió a la melancolía y el fresco de la tarde al granizo del invierno. Habían transcurrido dos meses desde la muerte trágica de quien pudo ser su suegra, y Fito, en señal de devoción sincera, le obsequió un perro al que rescató para ella, cuyo nombre era Hüan. Ella, que recordaba las rabietas que hacía cuando la gente sin corazón ni cerebro despreciaba a los perros de la calle, saltó de emoción cuando lo vio por primera vez. Hüan era negro y blanco y tenía una leve ascendencia pitbull. 

Pero cierto día del mismo mes, mientras paseaban del brazo por el barrio de San Antonio de Pichincha, Hüan empezó a seguir a unos niños que jugaban al borde de una acera cualquiera. Uno de ellos le llamó con voces alegres, diciendo: “Shadow, Shadow”. De inmediato, Fito fue por él, pero era demasiado tarde, pues Hüan se había reencontrado con sus dueños originales. No obstante, Celeste pidió al niño que llamara a su familia.

En menos de un minuto, la madre y el padre del niño aparecieron, y, mediante fotos y videos demostraron que, en efecto, Hüan se llamaba Shadow. Fito quiso proponer que Celeste tuviera la posibilidad de visitar a Shadow algunos días a la semana, sin embargo, ella no aceptó. Simplemente atinó a hincarse para despedirse bien de quien había sido la esponja y la almohada, el agua y el viento durante ese corto tiempo que partió tan expedito como un tren sin freno. Caminó despacio, tratando de olvidar pronto. Cosa imposible, pues forzar el olvido, lo hace más intenso. 

Fito pretendió hablar de algo, pero Celeste permaneció en silencio. En ese instante, él sacó de su bolsillo unos aretes rojos con guirnaldas de fuego y dijo: “Ten, acéptalos por favor. Perdóname, te juro que no sabía que tenía dueño. Simplemente creí que lo rescaté, para vos, de la calle. Compré estos aretes antes venir. Lo siento”. Celeste lo miró; gesticuló los labios con una sonrisa triste y lo abrazó. Fito le pidió no ir a casa todavía, porque antes deseaba tomarle una foto con Shadow. Celeste aceptó, pero antes repuso lo siguiente: “Hüan”.

Fito atravesó la vereda y llamó al perro por el nombre que Celeste había elegido. Hüan se revolvió en los brazos de su primera familia y, liberándose de las manos que querían llevarlo a donde habían vivido pocos momentos, corrió por última vez a su encuentro. De repente, el niño gritó de impotencia al ver como su Shadow prefería a un extraño que a él. Así que, con la mirada envenenada de coraje, lo siguió a toda velocidad y logró aferrarse con las uñas a la cola del animal. Hüan, al no entender el dolor físico, reaccionó como cualquier perro. Mordió la cara del niño en un intento por zafarse de aquellas manos que lo asían hasta el límite del piso. Entonces Fito le metió una patada soberbia, pues a pesar del amor que cualquier hombre puede guardar a cualquier perro, en su corazón sabía que si en sus manos tuviera el poder de salvar la vida de cualquiera de los perros que amó en el mundo o la vida de cualquiera de los niños que no conoció ni conocería jamás, él elegiría al niño, por la simple razón de que los niños son humanos, y mientras haya niños, habrá esperanza para la humanidad. El instinto de protección a su especie no implicaba que hiciera daño a nadie, pero proteger, es siempre un acto de violencia al agresor, que inconsciente o no, culpable o no, es en definitiva la fuente de cualquier sufrimiento.

Por desgracia, mientras Hüan huía desaforadamente de Fito, tropezó con sus propias patas y cayó a la calzada donde murió arrastrado por las llantas traseras de un automóvil que no se detuvo hasta que llegó a la puerta de un garaje, al otro extremo de San Antonio de Pichincha. 

Celeste gritó. La familia, por otro lado, tomó al niño herido y sin decir palabra alguna se alejó de la escena. Fito levantó el cuerpo blando de Hüan, que aún palpitaba. Intentó parar un taxi, pero ninguno se apiadó de él. Celeste lloró casi en silencio; lloró como un cacuy, lloró con el abdomen, en espasmos inefables, lloró con los cabellos empapados de lágrimas chispeadas, lloró tanto como el día que conoció a Fito. “Ya está muerto, Fito, no intentes revivirlo. Déjale que descanse. De todas maneras, con esa familia hubiera sufrido más. Por eso, sé que es mentira que los perros son más felices con sus primeros dueños. Y en las personas pasa igual”. Dijo con jadeos que subían atorados por la garganta cansada de gritar. 

Caminaron hasta un parque y pidió a Fito que comprara una pala en la ferretería de la esquina. Al regresar, Fito encontró a Celeste arrodillada junto a Hüan. Ella rezaba con devoción, a pesar de que en ninguna religión los perros van al cielo. Por suerte creía que el amor de Dios estaba sobre cualquier institución y que sin importar lo que dijeran los curas o los pastores, los perros son ángeles, y al morir retornan al cielo, hartos del arduo trabajo de soportar a los hombres y sus esquemas familiares. 

Luego de enterrar a Hüan, Celeste caminó en silencio a la parada de taxis. Sin despedirse, cerró la puerta, miró a Fito a través del cristal de la ventana impregnada con gotitas de polvo, guiñó sus dos ojos y gesticuló los labios en una sonrisa triste. Fito la observó hacerse pequeña en la lontananza. Al mismo tiempo, un mirlo voló tras el taxi y él supo que su destino no era otro que morir en sus brazos. Las nubes bloquearon al último sol del día, y, por consiguiente, pintaron San Antonio de Pichincha de un naranja tan agudo que el color se derramaba sobre los ojos de todos aquellos que caminaban sobre el sur y el norte, sorteando la línea que separa al mundo en dos mitades desiguales.


VI

- Mi amor, ¿puedes subir un poquito la ventana, por favor?
- Pero tú querías sentir el viento.
- Quería sentir, no congelarme. -Dijo Fernando con los dientes. 
- Ok, y dime… ¿Falta mucho para llegar?
- Ya pareces el burro de Sherk.
- Menso, ja, ja, ja…
- No, mi amor, no falta mucho. De hecho, si te fijas, allá al fondo está el ingreso. 
- ¿Tienes planeado algo?
- Sí, ahora que lleguemos, almorzamos y luego descansas. Como te conozco bien, seguramente te vas a dormir toda la tarde. Ojalá no te levantes mañana, como siempre. 
- Cuando la vida te golpea a cada rato, el dormir se convierte en un portal a otra dimensión, y los sueños no son más que una realidad alterna. -Dijo Celeste sin pestañear ante la imponencia del Volcán Imbabura. 
- Fernando no contestó, porque nada había que acotar ni refutar, y, con la experiencia que adquirió en todas sus batallas perdidas, supo que el silencio se debe romper únicamente cuando las palabras superan la serenidad que produce la lógica. 

Al momento de ingresar a una estancia fabricada con madera y ladrillo, recubierta de pieles de venado y alfombras de lana andina, una ráfaga de serpentinas explotó de todas las direcciones hasta su cabello rubio. Decenas de globos descendían del tumbado en una avalancha de colores. Los peones del hotel emergieron entre la algarabía de las formas y las figuras con un pastel en las manos. Celeste quiso llorar, pero se contuvo, pues la cara de alegría que tenía Fernando le resultaba en extremo singular. Él se reía con los ojos tristes. “Con tantos recuerdos se me olvidó que hoy es mi cumpleaños”, dijo ella. 

Un año atrás, Fito murió en un accidente de motocicleta cuando regresaba a casa después de hacer el amor por última vez. Como asistente del bufete se había gastado gran parte de su primera paga en un sostén de Victoria Secret para su novia.  A ella no le interesaba la lencería, pues estaba convencida que el erotismo no es un juego previo al acto sexual, sino que se prolonga con la mirada hasta mucho después de soltarse. Pensaba que los encajes y las transparencias sirven únicamente para romperlas, en lugar de quitarlas. Pero agradeció, como era su costumbre, con un gesto superlativo del ceño y la sonrisa. “¿Para qué me compras sostenes si total me voy a desvestir para amarte?”, le preguntó mientras lo besaba con ternura. “Para que tengas algo diferente cuando te tomes esas fotos que tanto me gustan”, respondió él con la mirada fija en los senos de ella. “Nunca te pregunté… ¿No te importa que me hagan fotos sexis?”, cuestionó ella deteniendo los besos. “Claro que me importa, por eso te lo compré. Eres Celeste Cobo, la mujer más bella de mi mundo. Así te conocí, y así me enamoré de vos, muchas noches y tardes antes de hacerte el amor, por suerte, la primera vez que te vi. No te quiero cambiar, así me gustas; así te amo. Tampoco te digo: ve y muestra todo. Lo único que deseo es que seas feliz siendo libre. Por cierto, también me gusta Sui Géneris”, contestó Fito con el alma enardecida de sinceridad y valor.

Se desvistieron sin prisas ni lenguas, sin uñas ni fuego, aunque con jadeos mínimos que resonaban como la música de los Ainur. Y se volvieron a vestir sin dejar de abrazarse las espaldas y los regazos débiles por fluctuar entre el éter y la marihuana.

- ¿Te quieres bañar conmigo? -Preguntó ella- Estamos apestosos. 
- ¿Estamos? -Repuso él mientras esgrimía una caricatura de las gesticulaciones de Celeste. 
- Guagua, eres un guagua. Y te amo, hermoso. 
- Y vos eres una mujer. Una mujer. Mi mujer.
- No, no lo soy, machito. Todavía no me lo pides.
- Faltaba más… ¿Quieres ser mi mujer?
- Lo soy desde siempre. 

Al salir del hostal, Celeste no supo cómo reaccionar cuando Fito le indicó orgulloso su moto. Pensó que sería un problema ir hasta San Antonio de Pichincha a causa de los fríos dientes de la noche. Pero dibujó una sonrisa con la mirada y lo abrazó. “Voy a extrañar ir contigo en bus, así como extraño tus churitos”, le dijo mientras juntaba las narices. “Si queréis ir en bus, su merced ordénelo y yo obedeceré, pero hoy, vamos, le dejo en vuestra casa, calientita y segura”, contestó Fito con un ademán que se asemejaba más a un saludo japonés que a una venia medieval. “Ridi. Sabes como hacerme feliz. Está bien, déjeme en la casa, mi caballero. Estaré segura allí, porque calientita ya estuve”, dijo ella. “No, a vos no te sale”, contestó él momentos antes de sentir un golpecito en el hombro. 

En el camino, Celeste le gritó una pregunta.

- ¿De dónde sacas esos nombres?
- ¿Cuáles?
- Lúthien Tinúviel, Hüan… 
- Del Silmarillion. Me recuerdas a Lúthien Tinúviel
- ¿Por? ¿Quién es ella?
- La que lo dio todo por salvar el amor. Contestó él mirándola por el retrovisor.
- ¿Y es bonita?
- También lo es, aunque la virtud más grande que posee es el valor.
- No me digas que ella tenía un perro…
- Se llamaba Hüan.
- ¿Y qué le pasó?
- Le ayudó a salvar el amor y murió en esa empresa.  
- Te quiero contar algo…
- Dime.
- Me fascina que te guste leer.
- Quizá porque lo que fascina en realidad son los libros.
- No es tanto eso, ¿sabes? Antes de que te me acercaras yo sabía quien eras, porque estabas en mi lista de amigos. Entraba a tu perfil para leer los poemas que escribías. 
- Lo sé.
- ¿Lo sabías?
- Claro que sí. 

   


VII

A las tres de la madrugada, el Doctor Tarquino Almendáriz llamó para reprocharle la muerte Fito, su segundo hijo. El recuerdo de la carta incinerada en el funeral de Elías le incrementaba el dolor de vivir por segunda vez una realidad donde su descendencia había caído en el abismo de los infortunios del amor. Entonces, como una bestia herida con el dado mortal del destino, gruñó con la voz disfónica y exclamó: “Por su culpa, mi Fito está muerto”.

La oscuridad que envolvía el alma de Celeste era tan densa que no pudo atravesar la penumbra de la noche. No encontró la puerta porque sus ojos se desconectaron de la mente. Quiso gritar, no obstante, los sonidos se consumían en el intento. No obstante, utilizó el último de los sentidos que todavía servía. Asió una taza con líquido y la arrojó contra el espejo. Medio minuto más tarde, Fernando apareció en el umbral. Sus ojos poseían el manto del horror cuando la encontró bocarriba sobre la alfombra, con las manos tiesas y los labios lívidos y crispados, exigiendo una respuesta a Dios. 

Intentó levantarla pero, el metro setenta de celeste, fundido con el dolor acumulado en cada fibra de la carne se lo impidieron. Puso entonces una almohada bajo su cabeza y corrió a la cocina a buscar agua. Regresó con el teléfono en la mano. Pero en el instante en que marcó al 911, Celeste liberó la voz y gritó roncamente: “Fito está muerto”. 

Fernando llamó al Doctor Tarquino Almendáriz luego que Celeste le dijera cómo se había enterado de la tragedia, pero no obtuvo respuesta alguna, pues el Doctor estaba sumido en la desolación que deja el tener que inventarse la fuerza para vivir con la realidad de que los dos hijos estaban muertos.

A la mañana siguiente y por exigencia de Fernando, ya que ella deseaba salir ese ratito a buscar el cuerpo de Fito a pesar de no saber nada más que la sentencia del Doctor, Celeste Cobo subió por las gradas de la funeraria para despedirse del único hombre que la había amado con la carne y el alma. Sin embargo, el Doctor Tarquino Almendáriz, pese a los ruegos de Fernando, impidió categóricamente que cualquiera de los dos pudiera entrar. Una pandilla de abogados aguaitaba con ojos de furia cualquier intento de altanería de los recién llegados; y estaban listos para despedazar con la retórica cualquier intento de diálogo. 

Padre e hija descendieron del segundo piso de la funeraria con lágrimas en las mejillas y una tristeza en la mirada tan profunda como la del Doctor.

Ya de regreso a casa, con la rabia en vez de lengua, Celeste dijo de improviso: “No sé por qué estás hecho el triste, si no le conociste. Jamás quisiste hacerlo”. Fernando evitó mirarla, y dijo: “Porque me duele verte así, y ese es motivo suficiente para cualquier padre para sentirse triste”. Al decir la palabra «padre», Celeste notó que Fernando cerró casi imperceptiblemente los párpados.



VIII

Después de que la explosión de colores finalizara, y ya dentro de la habitación, Celeste quiso ponerse las botas rosas que tanto amaba, pero desistió de hacerlo, porque el recuerdo de Fito apareció de pronto mientras las sacaba de la mochila. En una ocasión le había comentado que si algún día esas botas se le perdían o se le dañaban por el paso irremediable del tiempo, él se las volvería a comprar, porque amaba como le quedaban; ya sea para ir sobre una canoa en un río del Oriente o para visitar alguna cascada de la Sierra. 

Se puso entonces unas zapatillas «Fila», un calentador negro con franjas blancas y sobre éste, otro pantalón negro, pero más ancho, con flecos plateados, un buzo negro con detalles naranjas y un poncho andino con patrones en negro, gris, blanco y cobre. 

Luego de comer, salió del hotel y fue a los establos. Se enamoró de un caballo blanco similar al «Shadowfax», el corcel de Olórin del que Fito tanto le hablaba. 

Cabalgó sobre páramos oxidados.  A la neblina que cubría con su blancura a las colinas, ella cabalgaba. Cabalgaba sin dejar de pensar en Fito y en los libros de Tolkien que tanto quería. Desde que lo conoció, no hubo una tarde en que no deseara tener un libro nuevo sobre las piernas. Fernando se había dado cuenta de aquello, y siempre que pudo, compraba libros para Celeste, que en ese momento pensaba también en la posibilidad de olvidarse de Fito. 

La neblina la cubrió por completo en un mar de ceguera húmeda. Quiso encontrar el camino de regreso, mas le fue imposible. Ahí entendió que el ir siempre adelante sin mirar el origen provoca el extravío, y por ende, la soledad del espíritu.

Escuchó aullar a los lobos, y se dio cuenta que empezaba a anochecer. Giró las riendas con tal brusquedad que el caballo se paró en dos patas y ella cayó sobre una roca. Gritó de dolor, mas en la inmensidad del páramo, aquel clamor fue absorbido por uno de los tantos susurros del viento helado. 

Por suerte, los caballos regresan con facilidad a donde les tratan bien. Pocos minutos después, Fernando, junto con varios peones del hotel, llegaron hasta Celeste. Fernando, una vez más intentó levantarla, pero no pudo. En sus brazos, como en los de un peón, ella le miró a los ojos y le dijo con una sonrisa sardónica: “Mis cumpleaños son una mierda”. Ya en hotel, Celeste le pidió volver a casa. Pero Fernando no aceptó. 

- Si te esperas esta nochecita, mañana dejo que manejes de vuelta. 
- Ok, acepto, pero con la condición de que maneje todo el camino. 
- No puedes, tienes el tobillo malito. 
- Entonces, ¿para qué me dices que voy a manejar? -Le contestó frunciendo el ceño en un ademán como los que él más amaba.  
- Hagamos una cosa, -Respondió- manejas en la recta que hay en Eugenio Espejo, ¿Te parece? Mira, que el Jeep no es mío y no estás bien del tobillo. 
- Ya, ok, verás que me lo estás prometiendo.
- Promesa mi amor. ¿Tienes ganas de algo mi cielo?
- Sí, una cosa quiero.
- ¿De qué mi amor? Dime. Yo te lo traigo.
- No es algo que puedas traer. Quiero olvidarme de Fito, de Hüan y de mamá. Quiero comenzar de nuevo, y que sea el último de los comienzos. Cada año que pasa siento que mi muerte se aproxima, y yo no quiero morir. Quiero vivir, quiero viajar, quiero leer todos los libros que me compras sin que en cada página que volteó o en cada viaje que hago el recuerdo de la muerte me atraviese el corazón. Quiero enamorarme de nuevo; amar de nuevo. Yo sé que después de todo soy una mujer que está rota, pero al fin de cuentas, todos somos un ser roto que lucha por vivir, amando a otros seres rotos. Digo esto, porque no soy la única que está rota, vos también lo estás, pero decides continuar a pesar que las heridas que tienes en el alma te sangran por dentro. Así que pienso que puede ser difícil, pero siempre se puede volver a amar con la misma intensidad y con la misma ternura.  


IX

A la mañana siguiente, ya en la Autopista Panamericana Norte, Fernando se detuvo en el peaje. Bajó para que Celeste manejara. Pensó que ella bajaría también, pero se equivocó, porque ella se cambió del asiento del copiloto al suyo sin tanto trajín. 

Mientras ella pagaba, Fernando quiso poner música, pero el quebranto de los vidrios estrellándose en su piel fue lo último que sintió antes de perder la conciencia. Celeste, aún estaba con vida cuando lo tomó con la mano ensangrentada, la que podía moverse. “No te mueras, por favor. Ya no me queda nadie”, le susurró sin saber que ocurría. 

La muchedumbre que apareció mágicamente en derredor del Jeep amarillo, se dispersó luego de que los bomberos lograron sacar a Fernando por el techo del vehículo. 

El reporte oficial señaló que un bus de transporte interprovincial había perdido los frenos a la altura del peaje de Oyacoto. El saldo del siniestro fue ocho personas que fenecieron dentro de una vorágine de llamas y fierros torcidos, además de un herido que fue trasladado de emergencia al hospital. En la ambulancia, los paramédicos no dejaron de escuchar lamentaciones por no haber dicho la verdad. Según los médicos que llevaron el caso, tuvieron inconvenientes con la policía, pues al morir, descubrieron que era  imposible que él hubiera concebido una hija, porque en su historial médico, Fernando Cobo se había practicado la vasectomía un año antes de que Celeste pudiera ver la luz. Cuando le practicaron la autopsia demostraron que tenía en la sangre restos de la misma sustancia que su cónyuge, el día que se suicidó con sobredosis. 


X

Pasaron los meses y los años, y dentro de la sala de una casa desierta y en ruinas del barrio de San Antonio de Pichincha, dos niños jugaban a ser detectives de las sombras. Uno de ellos descubrió un papelito que decía: Mi hogar. El otro niño se quedó paralizado del miedo cuando una voz le traspasó el oído. Entonces el primer niño dijo: “Vamós ve, creo que esta es la casa donde tu papá nos contó que vivían esos chicos que le robaron el perro él cuando era niño”. “El Shadow”, respondió el segundo. “Hüan”, repuso la voz, pero esa vez, ambos la escucharon.



Basado en hechos reales. 


END

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