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Mostrando las entradas de julio, 2021

La muerte del adjetivo

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Apenas desperté, sentí unas ganas enormes de compartir artículos en Facebook, de mirar fotos en Instagram y de revisar el WhatsApp, en ese orden.  Entonces descubrí que todos somos empleados de Mark Zuckerberg.  Bueno, no todos, porque sólo unos pocos reciben salario. El éxito de esas plataformas radica en haber creado una lista inagotable de obreros sin responsabilidad de ningún tipo. Los medios tradicionales también son empleados suyos, pues nadie genera más morbo y trafico que estos. Mientras me hacía un café en la chuspa, pensé que ya nadie es gorda ni flaca, nadie es alto ni pequeño, nadie es fea ni linda. Nadie es nada.  Estamos a la vera de la producción en masa. Caminamos cabizbajos creyendo que tenemos miedo de mirar. Pero no tenemos miedo de mirar, tenemos miedo de quedar mal por decir lo que pensamos. En otras palabras, tenemos miedo de hablar. Tenemos miedo de hablar como la gente y hemos, a su vez, empezado a pronunciar un lenguaje sin alma, el lenguaje de las máquinas, do

El idioma del silencio

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Sus dedos se abrazaron por accidente en el timbre del trolebús. Joaquín quiso disculparse, pero ella se adelantó con una sonrisa. El acordeón de la puerta desplegó la tristeza de un adiós inminente; así que él, que en un principio había sentido miedo de acercarse, cerró sus ojos, inflamó su pecho con un misterioso presentimiento y persiguió Lorena por una rambla forrada hojas yertas y crispadas. Y como si se tratara de alguna puerta tenebrosa, le tocó el hombro con suavidad, y ella sonrió de nuevo. Ninguno de los dos habló, ni ese, ni otro día, a pesar de que pocos meses después contrajeron matrimonio. Ella era sorda y él, el hombre más feliz sobre la tierra, pues había aprendido el idioma del silencio, que es el lenguaje del amor.  

Una pasión

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Roberto Fontanarrosa dijo, que un intelectual no ambiciona más que mujeres hermosas y buen futbol, y yo le creo. César Vallejo, por su lado, afirmó que los intelectuales son rebeldes, pero no revolucionarios. Con base en estos dos enunciados me atrevo a pensar que ningún intelectual pretende transformar el mundo en un lugar mejor, sino develar los misterios que él mismo no puede entender, para que algún político disfrazado de “pueblo” aplique su interpretación personal hacia sus fines individuales que, dicho sea de paso, casi siempre son económicos.  Borges odiaba el fútbol al igual que Álvaro Mutis, en cambio, Vladimir Nabokov y Albert Camus fueron futbolistas. Si a las masas les gusta el fútbol, hace mucho que ha dejado de importarme, como muchos debates contemporáneos que no cambian el rumbo de mi vida. Ahora bien, imaginarse intelectual porque no se entiende el fútbol es indiscutiblemente una burrada, así de simple.  Pero dejaré las elucubraciones y me enfocaré en la simpleza. A mi

Al borde del olvido

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Me da terror el exceso de dulzura que las redes exigen. Parece que el mundo se ha encaminado hacia la moral perfecta con la que Hitler soñó un día. Equivocarse es un delito igual que el asesinato. El linchamiento mediático, que la justicia social provoca, compite con las pedradas a los leprosos. Hemos empezado el camino a la robotización.  ¿Y si nos cortan la luz nos podremos encontrar? ¿Y si nos arrebatan el internet, que nunca pedimos, escribiremos otra vez en papel? ¿Sabremos encender una vela y rezar antes de dormir? Y después de hacer el amor, ¿qué tomaremos con las manos? No es  necesario tomar fotos si los gemidos desgarran la oscuridad.  En ningún punto de la historia fuimos tan susceptibles, tan frágiles y tan aburridos como ahora; ya nadie vive aventuras en galeones ni carabelas, ni en el África ni en Sudamérica. ¿Donde queda el Dorado?, la gente, simplemente, se cansó de buscar. En la universidad, Kevin, no sabía nada, pues todo ya lo tenía vomitado en la tablet, y el profes