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La Sombra [Cuento] Jorge Santtori

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El viento que ululaba entre las ramas del bosque empezó a filtrarse por la hendija de la única ventana. La luna besaba el espejo. La luz que pintaba era azul; lo que me llevó a pensar que los muebles en mi habitación estaban dibujados a pluma. Antes de que las sábanas me soltaran, una sombra cruzó. Raquel seguía dormida, inmutable. El escándalo de la noche anterior tenía sabor a mentira. ¿Los gritos fueron reales? Salí de la habitación. Tomé una pluma sin saber por qué y la guardé en el bolsillo del pijama. Caminé descalzo, sin que los pedazos de vidrio afectaran en algo el rumbo de mi natural cojera. La puerta de la otra habitación, se lo juro, se abrió sola. La bruma se adhirió al tapiz de las paredes, formando una película acuosa que reflejaba el azul. Presa de pánico miré dentro de la cuna del bebé. Respiraba. De sus labios, el alma se le fundía tiernamente con el frío de la madrugada. Lloré sordamente al pie de los barrotes. Su piecito estaba sin media. Estaba vivo. Lo único puro

VEN

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La doña, que en sus años mozos fuera la Claudia, Claudita o simplemente Clau, cruzó de prisa la calle sin percatarse del bache junto al basurero. El taco al igual que un cohete salió despedido hasta la cabeza de un estudiante que giró con brusquedad porque creyó que el golpe era de alguno de sus amigotes, más al ver que la doña estaba de piernas abiertas, sentada a sus pies, esquivó las garras de los deseos imposibles y la ayudó a incorporarse con suavidad. Su mano era cálida, sus ojos brillaban en medio de ese hastío cochambroso que inunda la intersección de Chile y Benalcázar todos los días de todos los meses a las dos de la tarde. El estudiante se puso inmediatamente a buscar el taco, y, al encontrarlo, era ella quien lo atisbaba desde otro tiempo; como si la simulación de toda una vida hubiera terminado por fin. Desde abajo, él casi no se fijó en la tanga de animal-print porque los ojos verdes de la Claudia lo envolvieron con el hechizo que tienen los ojos de las mujeres cuando lle

El último de los Comienzos

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I Cuando las lágrimas se evaporaron de la almohada, el café estaba listo. Al mirar al cielo recordó épocas convulsas donde la sal fluía en un torrente de protestas contra la injusticia a los perros de la calle, épocas en las que el corazón se quebrantó con la inclemencia del vendaval que el destino arrastra siempre tras de sí, épocas en las que el sueño la cobijaba desde las cinco de la tarde hasta la vera de un nuevo amanecer. El aroma a café le arrancó de las cuevas de la memoria en las que se había sumergido a buscar un momento feliz para sobrellevar la muerte de Hüan, pero, en su lugar había descubierto otro momento todavía más triste.  Con sus muñecas secó el remanente del corazón. Bajó de la cama y caminó al espejo. Por el calor que hace en San Antonio de Pichincha, las mejillas estaban pintadas con el color de la rosa en primavera; y tenía un aire a ninfa ubérrima. “Lúthien Tinúviel”, se dijo, mientras guiñaba un ojo y colocaba los labios como un pez. Buscó en el buró de la cómo

El Padre y el Héroe

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Abandona las sábanas el padre que tiene miedo, que llora solo, que no sabe qué hacer. Y se sumerge por la nube de suspiros que flota desde la cuna. Y afuera llueve como hace años, desde que era pequeño, no llovía. Desciende de la nube hasta el rostro tierno del héroe.   Los héroes no siempre son mayores , piensa.   Mi héroe tiene sesenta días , musita. Y el padre lo besa en la frente y en la bruma el héroe abre los ojos en búsqueda de un color. El héroe sonríe y piensa, aunque sin palabras:   Sonreír es lo único que tengo para dar . El padre piensa:   Tu sonrisa es lo mejor que alguien me ha dado jamás.  Salen de la nube y se sientan en el sofá.  Mamá está dormida en el otro cuarto, así que no llores, por favor, tu tetetita está casi lista; una tetita rica que te gustará , le dice el padre, y el héroe no ha dejado de sonreír.  Sonreír es todo lo que puedo dar,  piensa. Se levantan lentamente y salen del cuarto. En la cocina hace un poco de frío, por lo que el padre se lamenta. La sonri

El Abrazo Olvidado

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  El 31 de diciembre a las cinco de la tarde, doña Blanquita lloraba. También me dieron ganas de llorar cuando me enteré, que la hija le grita todos los días. ¿Cuántos caldos debe vender para pagar los taxis, el arriendo y la jornada a la hija? Después de quedar discapacitada de las piernas, es lógico derramar tantas lágrimas. A las cinco y treinta, luego de tomar cafecito miré al techo para que no me vea triste. Le pregunté si sabía las razones por las cuales su hija la maltrataba. Contestó que era el amor. Resulta que cuando amamos a quien no supera sus traumas, siempre se desquita con nosotros; es injusto, claro, pero, ¿para qué entonces estamos las madres sino para aliviar las penas de los hijos a toda costa, me dijo. Pude intentar rebatir aquella sentencia, sin embargo, no lo hice, pues entendí que no serviría de nada ganar una disertación con alguien tan golpeada como ella. A quien llora no se le enseña, se le escucha.  Me contó además, que la semana que estuvo en el hospital, su